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Coca, cabeza y corazón

Laurent Laniel, special to DrugStrat (http://laniel.free.fr)

Este texto fue redactado a pedido de Nelson Carvajal, Gloria Mamani y José Rojas, quienes me guíaron y ayudaron durante el viaje a Bolivia –en particular a Cruz Loma, en los Yungas de La Paz– que realicé en abril y mayo de 2006. Este viaje fue financiado por el ministerio francés de la Investigación científica, en el marco del programa de investigación, “Producción agrícola de drogas ilícitas. ¿Qué obstáculos para el desarrollo?”, que coordino conjuntamente con el geógrafo Pierre-Arnaud Chouvy (CNRS-PRODIG). Quisiera aprovechar esta ocasión para agradecer a todas las personas, bolivianas y extranjeras, que aceptaron dar de su tiempo para dialogar conmigo en Bolivia, en especial Johnny García, Eduardo Lima, José Miguel Ruiz, Jaimes Cortés, y Manuel Ruiz en Chipiriri y Cochabamba, Martín, Alison Spedding, Nelson Aguilar, Carola Gryzbowski, Itzar González y Luis Gómez en La Paz. Mi mayor agradecimiento va a los ya mencionados Nelson Carvajal, Gloria Mamani y José Rojas. Conversar con todas estas personas me ayudó mucho a empezar a entender la compleja realidad de la coca y de Bolivia, aunque me falta aún mucho camino por andar...

 

Mis compañeros bolivianos me pidieron que redactara un texto explicando lo que la coca significa para mí. Antes de empezar, tal vez sea bueno aclarar que soy francés y sociólogo, especializado desde hace poco menos de 15 años en temas geopolíticos y estratégicos –es decir, en temas que tienen que ver con el conflicto y la guerra– relacionados con la producción, comercio y consumo de sustancias ilícitas y con las llamadas políticas de “control de drogas ilícitas” –sobre todo las estadounidenses–. Por éstas y otras razones, he viajado a varios lugares del mundo, y en particular, a distintos países africanos y americanos.

Viajé, por fin y primera vez, a Bolivia en abril y mayo del 2006, específicamente para conocer mejor la coca, los cocaleros y la nueva política del gobierno de Evo Morales. Este viaje también representó la realización de un sueño que tenía desde chico. Así que fue un viaje de cabeza y de corazón, y no solamente por las migrañas y mareos del soroche que, por cierto, la coca me alivió con gran eficacia.

Para mi la coca es un dolor de cabeza y una alegría de corazón. Veamos.

Como no se puede hablar de todos los dolores de cabeza, sólo quisiera exponer dos que me parecen importantes, tanto para la coca y Bolivia, como para otras partes del mundo.

Creo que la coca me causa dolores de cabeza porque, en el globalizado mundo de hoy, representa muchas cosas diferentes –frecuentemente contradictorias y hasta conflictivas–, para mucha gente (también contradictoria y conflictiva), y mi trabajo consiste, a grandes rasgos, en intentar entender todo eso para poder explicarlo. Y no es fácil. Además, según las reglas de mi oficio, esas explicaciones deben considerar la moral de los sujetos estudiados (en este caso, los actores pro y anti coca) como uno de los factores del conflicto, que puede ser más o menos importante según los casos. En materia de “drogas”, suele ser un factor muy importante.

En Bolivia, la coca es una hojita sagrada que, desde hace miles de años, es cultivada y consumida, formando parte de la identidad de muchos grupos andinos y amazónicos. Actualmente, en Bolivia, el cultivo, comercio y consumo de coca permanecen legales, aunque controlados. La coca también es un insumo indispensable de la cocaína, alcaloide extraído de la hoja por primera vez a finales del siglo 19 en Alemania. Así que, mientras que es en gran parte cierto lo que proclamó (en vano) Jaime Paz Zamora al mundo, hace más de diez años, que “la coca no es cocaína”, también es cierto que “sin coca no hay cocaína”, ya que la cocaína está dentro de la coca, y cuando se pijchea, se la absorbe. La cocaína no existe sin la coca. Y, como se sabe, la cocaína es una “droga”, es decir una sustancia totalmente prohibida y violentamente perseguida en todos los países del mundo. Mientras que para los bolivianos la coca no es una “droga”, la mayoría de ellos –en particular todos los cocaleros chapareños y yungueños con quienes he podido hablar– están de acuerdo con la prohibición y persecución de la cocaína. Les parece bien, ya que la cocaína sí es una “droga”, y las “drogas” son malas. Al mismo tiempo, están de acuerdo con la prohibición de otra planta cultivada en Bolivia: la marihuana, otra “droga” cuyo cultivo, comercio y uso, piensan o creen, que deben ser perseguidos por las mismas razones que la cocaína. En otras palabras, en lo que a la cocaína y a la marihuana se refiere, los bolivianos y su gobierno están de acuerdo con muchísimos otros pueblos y gobiernos del mundo, en particular la gran y única “súper potencia antidrogas” del mundo: los Estados Unidos de América.

Lo que a los bolivianos no les parece nada bien es que la coca esté prohibida afuera de Bolivia, entre otras cosas porque están convencidos que si estuviera autorizada, el mundo entero se pondría a consumir coca (y/o productos industrializados a partir de la misma), y la economía de Bolivia, o por lo menos la de los cocaleros, se mejoraría.

Sin embargo, mientras que en Bolivia la coca es una planta sagrada, así como un cultivo comercial que a muchas familias les permite vivir en condiciones más o menos dignas, para el resto del mundo la coca es una “droga”. La coca es una “droga” porque contiene cocaína y porque está clasificada como tal en la misma lista de Naciones Unidas que, por ejemplo, la cocaína, la heroína y la marihuana. Esto –dicen muchos bolivianos y el actual gobierno del país– es muy injusto y erróneo, porque no solamente el consumo de hoja de coca no causa más daños que el consumo de café o de chocolate, sino que además la coca tiene valores terapéuticos comprobados hasta por la Organización Mundial de la Salud. Por ello, el gobierno boliviano está intentando sacar la hoja de la lista de las “drogas” de la ONU.

En resumidas cuentas, Bolivia está de acuerdo con el concepto básico de “droga” que sienta las bases del sistema internacional de control sobre el cual los Estados Unidos se apoyan para librar su “guerra contra las drogas” en América. En este sistema Bolivia participa, primero, como parte firmante de las convenciones de la ONU (así sea con una reserva en materia de coca), y luego, en tanto que “aliado” del gobierno estadounidense en la “guerra” contra –por lo menos– la cocaína y la marihuana. Bolivia sólo quiere que se deje de considerar “su” hoja de coca como una “droga”. Pero el resto del sistema puede quedarse como está.

Sin embargo, mientras que en Bolivia la marihuana es una “droga”, para otros pueblos en otras partes no lo es. Para estos pueblos se trata más bien de una planta sagrada y/o terapéutica, que desde hace miles o cientos de años es cultivada y usada de un modo tan tradicional como lo es la coca en Bolivia y con fines parecidos. Es el caso, entre otros, de los hinduistas de la India (es decir, cientos de millones de personas) y de muchos grupos indígenas, campesinos en su mayoría, de África meridional (decenas de millones de personas). A pesar de ello, la marihuana está prohibida en India y África porque se encuentra en la lista negra (o “amarilla”, como se conoce oficialmente) de la ONU. Muy probablemente, la inmensa mayoría de los bolivianos no están al tanto del significado de la marihuana en la India y África, y si lo conociesen, de seguro dirían que es a los indios y africanos a quienes les corresponde movilizarse para sacar “su” marihuana de la lista negra de la ONU.

Sin embargo, ¿cuál sería la reacción de los bolivianos, si algún día India o Sudáfrica –potencias regionales muchísimo más poderosas que Bolivia– lograsen sacar la marihuana de la lista de la ONU? ¿Estarían de acuerdo? ¿La dejarían, ipso facto, de considerar como una “droga”? ¿Importarían productos industrializados de marihuana made in India o Sudáfrica? Primer dolor de cabeza.

Por otra parte, ¿cómo explicar que el gobierno nacionalista, izquierdista e indigenista de Bolivia, tan crítico con su contraparte estadounidense, a la que a menudo califica de “imperialista” e “impositiva”, y cuyas políticas neoliberales dice rechazar tajantemente, esté participando en su “guerra contra las drogas” (salvo algunos aspectos referentes a la coca)? ¿Cómo explicar esta alianza cuando, desde hace casi treinta años, dicha “guerra” viene siendo uno de los vectores principales de la política estadounidense de dominación en América Latina, sobre todo de países pobres identificados como productores de cocaína como es el caso de Bolivia? ¿Acaso la violenta política antidrogas estadounidense no constituye el infaltable acompañante del neoliberalismo y sus normas –en materia económica y de gobierno– tal como han sido implementados en los mismos Estados Unidos y en el “patio trasero” latinoamericano desde los años ochenta? ¿Acaso la tan denunciada “narcotización” de la agenda bilateral –que notablemente implica que el ingreso de productos lícitos bolivianos al mercado estadounidense esté supeditado a la implementación de medidas antidrogas de inspiración estadounidense– no es el precio a pagar por participar del gran consenso moralista americano y mundial sobre la necesidad de “luchar contra” las “drogas”? ¿No está basada esta “lucha” en medidas gubernamentales inspiradas en conceptos erróneos de origen colonial –como considerar que la coca es una “droga”– y métodos represivos (violentos), humillantes, frecuentemente irracionales y contra productivos, como reprimir a sectores enteros del campesinado de un país? ¿No recuerdan en La Paz cuánto duele que te acusen de “delincuente” y hasta de “terrorista”?

¿No se conocen los resultados de la “guerra contra las drogas”? ¿No se percibe que la “guerra contra las drogas” ha llenado las cárceles del continente de actores menores, pobres –negros e indígenas en su mayoría– mientras que al narcotráfico le va mejor que nunca? ¿No les parece a los bolivianos y a su gobierno que el presupuesto dedicado cada año a la “lucha antidrogas” –esos millones de dólares que van a las fuerzas policiales (y militares)– sería mejor utilizarlo para construir escuelas, puestos de salud, carreteras, acueductos y todas las demás infraestructuras que faltan en Bolivia (Perú, Colombia, etc.)? ¿Les parece bien que se dé cada vez más poder a la policía, al mismo tiempo que se generan cada vez más ocasiones para corromperla? ¿Estaremos equivocados los que pensamos que las políticas de lucha contra amenazas transnacionales como “las drogas” (coca incluida), el “crimen” y ahora el “terrorismo”, son totalmente funcionales para el sistema de dominación imperante en Estados Unidos, el resto de América y cada vez más en Europa? En otras palabras, al “imperio” le conviene que siga habiendo amenazas –cuanto más espantosas y multifacéticas mejor– porque lo que busca no es ganar la “guerra”, sino simplemente que haya “guerra”, y que ésta sea permanente, que nunca se acabe. La “guerra” es útil, porque en ella (como en el amor) todo se vale. La “guerra” justifica cualquier cosa, y sirve para muchos propósitos. La “guerra contra las drogas” es un estilo de gobierno, un modo de dominación que para ejercerse necesita violencia. ¿De verdad se quiere seguir contribuyendo a este sistema persiguiendo a la cocaína y a la marihuana? Segundo dolor de cabeza.

Al mismo tiempo, la coca y lo que ha pasado alrededor de ella en Bolivia me alegran el corazón. Me alegra que haya gente que sabe organizarse de una manera tan sólida, determinada y durable –como es el caso de los sindicatos del Chapare–, para resistir a políticas que intentan quitarle al campesino lo que tiene para comer, así sea coca “excedentaria”. Me alegra que los bolivianos hayan elegido como presidente a un cocalero –máxima autoridad de los sindicatos chapareños–, porque ello demuestra dos cosas. La primera es que luchando, así sea con todas las de perder, se puede ganar. La segunda es que la política imperial es contra-productiva hasta en sus propios términos, ya que por el hartazgo que provocó en Bolivia, ayudó a la llegada al poder de un actor que ella misma considera como adverso. No veo otra forma de interpretar la victoria de Evo Morales. Me alegra también que ya no haya violencia en el Chapare (aunque me entristece que sí la haya en Carrasco). Me alegra que se esté intentando sacar la hoja de coca de la lista de la ONU, porque en apoyo a este proyecto se están generando argumentos que subrayan algunas contradicciones del sistema actual de “control de drogas”, y sobre todo, porque se trata de un intento digno y que puede inspirar otros países a movilizarse en pro de la coca o de otras plantas.

Me alegró haber conocido los cocales empinados de los Yungas de La Paz. Los encontré bonitos, y me recordaron mucho los centenarios viñales de la región de Francia donde nací. A mi me alegró constatar que, desde tiempos muy antiguos, se sepa conformar, con meras chontas, muchos esfuerzos y akullikando coca, larguísimos wachus en lomas tremendas para sacarle provecho a la montaña. Me alegró ver con ojos propios esas pruebas incrustadas en el paisaje de los logros de las grandes civilizaciones andinas, las civilizaciones de la coca.

Pero, ¿y la coca misma? Yo intuyo que a la coca le importan un comino las guerras, pero no puede impedir que los hombres se peleen por ella. También intuyo que preferiría que no se pelearan, y que en cambio la utilizaran para que haya felicidad, alegría, prosperidad y paz. Pero ella no dice nada. Nomás brota, desde hace miles de años, contra vientos y mareas. La coca sigue allí, quieta, verde y bonita.

¡Kausachun coca!

 

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