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NO TE OLVIDO

 

Salvador Campos Jara

Special to DrugSTRAT

Querido William:

Si tienes en las manos estos escritos es porque Fortuna ha querido trenzar varios azares propicios para que finalmente se sepa de mi suerte trágica y, además, lleguen a la luz los resultados de mis investigaciones.

La verdad, amigo, es que me encuentro en una situación muy delicada, y tengo poco tiempo para contarte cómo se han ido desarrollando los acontecimientos hasta verme como me veo, en manos de una gavilla de asaltantes mexicanos, y con muy pocas esperanzas de salvar el cuello. Por una irónica suerte que no puedo dejar de achacar (¡ja, tampoco en estos momentos críticos!), a los caprichos de mi destino, el cuatrero que me vigila parece ser un hombre sensible a las letras, pues me ha jurado que me prestaría su pluma durante toda la noche y echaría al correo estos papeles si yo prometía decirle dónde encontrar las cuatro cosas que me quedan en posesión: la mochila, unos dólares que siempre llevo cosidos por dentro de las asas, y mis aparatos, que dejé a buen recaudo desde antes de emprender este comprometido viaje: en el momento en que te escribo me hallo en algún remoto lugar entre Macurito y el rancho llamado Las Huatabas, en la sierra del este de Sinaloa, adonde me han traído los imperativos de mis pesquisas, como entenderás enseguida.

De algún modo tengo que anticiparte mis disculpas por cargarte a ti con este “muerto”, pero, sinceramente Willy, en este momento eres, de entre la gente que conozco, la persona que mejor podría entender, y a su vez explicar, los motivos inusuales y, es verdad, quizás algo extravagantes, por los que pude llegar a acabar de este modo insólito y lamentable.

La historia te parecerá llena de motivos “paraliterarios”, es verdad, yo mismo me sonrojo ahora, al tratar de compendiarla con rapidez, viendo hasta qué punto no será una cruel casualidad del destino que precisamente yo (que tánto he sufrido para alejarme de la literatura, como bien tú sabes), yo, merde!, me tenga que ver involucrado en ella... Pero qué hacer, c'est la vie, y ya no me queda más que acatar los designios del Hado y, por si acaso, mantener aún los dedos cruzados. Para empezar, tengo que decirte que este nuevo viaje a México no ha tenido las motivaciones de los anteriores. Esta vez no han habido becas, ni proyectos universitarios, ni conferencias, ni publicaciones, y, desde luego, las experiencias están siendo muy, pero que muy distintas. Llevo alrededor de dos meses en estas tierras buscando a un hombre, un pariente de Monique, que se enamoró de una mexicana en Sevilla y que desapareció de España para venirse a México. Concretamente para la parte del Occidente (no lejos de mi querida Colima además), y dejando atrás mujer, tres hijos, prósperos negocios y abundantes bienes... El tipo hace ya más de tres años que no da señales de vida, y como la familia se enteró de que yo conocía el país, decidió “contratarme” (debo decir que me han pagado bastante bien) para intentar averiguar algo sobre el misterioso prófugo enamorado. Yo no podía (¡ni quería!) decir que no a una propuesta semejante. A decir verdad, se convirtió rápidamente en el plan ideal para mi ansiado año de excedencia... Y aquí me tienes, de medio detective privado en México, cosa que no creas, a veces me ha resultado curiosa y entretenida, pero que creo que, ja, salvo en lo que concierne a mi propio pellejo, tampoco he llevado a cabo del todo mal.

Para ponerte en situación, pasaré brevemente sobre los datos que yo manejaba al llegar a México D.F., junto con un puñado de copias de una foto del “desaparecido”: Manuel Solís, ya instalado en los cuarenta, uno ochenta y cinco, noventa kilos, tez blanca, entradas avanzadas y pelo castaño, cara un poco de aburrido de la vida pero con un brillo intenso aún en los ojos azul oscuro. Hasta en esta foto se adivina ya que le podía pasar lo que le pasó. Salvo una rápida llamada, lacónica e hiriente, a su mujer española en la primera semana de su partida (de la que se despidió para siempre con un escueto “No te olvido”), y una segunda, y última, que recibiera su hermano en la oficina a los cinco meses de haberse esfumado (y donde le explicaba que se encontraba en la zona de Colima, contento, trabajando, y con pocas intenciones de volver por el momento), de Manuel los pocos datos que se tenían, más allá de los del mito familiar que se había ido forjando sobre su “fuga de amor”, se debían a las infructuosas pesquisas de la Interpol y de los detectives contratados anteriormente por la familia. Éstos, que habían perseguido su rastro antes que yo, perdieron su pista precisamente en Comala (¡Ah, cómo olvidar aquellas lecciones tuyas que me abrieron para siempre al increíble y maravilloso universo rulfiano...!) Comala... que como un referente de marcado regusto literario, ya parecía querer llenar de emoción las informaciones básicas y que, cómo no, a la postre significaría el punto de partida de mis conclusiones. Los informes contenían sobre todo algunas direcciones donde al parecer había vivido este tránsfuga del corazón, con las señas de algunos vecinos que le habían tratado o que, acaso, le habían visto alguna vez. Nada excepcional ni notable, salvo que en estos años había cambiado de domicilio en más de diez ocasiones y salvo que, ninguno de mis antecesores en las pesquisas, había proporcionado datos sobre la supuesta “culpable” de todo, la “princesa azteca” que cautivó a Manuel junto al Guadalquivir.

Más o menos éste era el material con el que yo contaba cuando mi avión descendía sobre el manto de luces sin horizonte que es México D.F. por la noche. Con la misma velocidad con la que se me acercaba la gigantesca urbe a la ventanilla, haciéndose más y más concreta y cercana en su complicación infinita de avenidas, semáforos, automóviles, antenas, edificios, torres, gente, gente, con esa misma velocidad se iba instalando en mí la sensación inconfundible y gratificante de respirar de nuevo el aire surreal y desmesurado, bello y trágico de México. Había pensado en parar un par de días en la capital a saludar a nuestros amigos, pero ya tenía ansias de verme cuanto antes bajo las palmeras y los volcanes colimotes y, sobre la marcha, pospuse la visita para los días previos a mi regreso a España. Tras cambiar algo de dinero y buscar un taxi en el aeropuerto, me dio tiempo de llegar a la Estación Norte y tomar esa misma noche un autobús con destino a Colima, a donde arribaría hacia las seis de la mañana.

Como supondrás, me dirigí directamente a casa de nuestro amigo Octavio Barreto, a quien desperté con un brindis de buen “Torres” que traía conmigo y que nos sirvió, a él de inesperado y acelerado desayuno, y a mí de puntilla definitiva a la lidia agotadora de casi treinta horas de viaje. Poderme quedar con Octavio, y charlar y brindar con él durante días y noches sin límite ya eran para mí suficiente estímulo para aceptar el trabajo, imagínate..., pero es que Octavio, además de poseer una bella hacienda y de ser el interlocutor perfecto, era el mejor contacto posible en la ciudad, con amigos y conocidos bien relacionados en casi todas las esferas de la sociedad local. Su intuición, tengo que decirlo ahora, le permitió vaticinar desde un principio el que yo creo auténtico destino de Manuel Solís, y que él supo anticipar apenas yo le había hecho el primer recuento de los datos, mirando su foto mientras devolvía su vaso a la mesa tras un reverencial sorbo al brandy: “Pos igual le entró al negocio, y se lo acabaron chingando bonito, profe...”. Al “negocio”, o sea, al narcotráfico.

Desde luego, Manuel Solís no estaba inscrito en el Consulado, ni había pasado nunca por la Oficina de Migración (cosa que, como bien sabes, debe hacerse siempre antes de los tres meses de estancia en el país). Tampoco había sido detenido (que constara) por la policía, ni aparecía su nombre en ninguna clase de transacción burocrática, mercantil, bancaria, de hoteles... Ni rastro. Nada. De ello me dio fe el agente de la Interpol que me presentó el cónsul español en Guadalajara y que era el que, al parecer, se había ocupado del caso. Entre ambos me ilustraron sobre la situación lamentable de algunas zonas miserables del país, dominadas por los asaltantes que viven a la sombra de la ley de los señores del narcotráfico, de la corrupción y la impunidad reinante en muchos lugares, y del gran caos administrativo predominante en ciertas mismas áreas por donde, preferentemente además, parecía haberse movido el fugado. Manuel Solís, sencillamente no se había preocupado en absoluto de dejar constancia alguna de su presencia en el país, y más bien parecía haberse comportado como un clandestino, que no da su nombre jamás y tiene cuidado de que no sea fácil seguir por dónde va dejando las huellas. Al final, cónsul y policía trataron de persuadirme más o menos sutilmente de que, lo más probable era que, desgraciadamente -¡mala suerte sí señor!- Manuel estuviera muerto en alguna parte, cosa ésta de la que, para ser sincero, también yo comenzaba ya a persuadirme.

Lo que me quedaba entonces era al menos ilustrar los pormenores conocidos sobre la estancia de este hombre en la zona, recabar todos los datos posibles y cuantos más detalles mejor para, más que nada, dar también justificación de mis gastos y una demostración de mi interés a la familia de Monique. Repasando con Octavio Barreto todos los domicilios conocidos, establecimos una trayectoria según la cual Manuel habría andado (así nos gustó llamarla) una suerte de “bajada a los infiernos”. Si en un primer momento había llegado a la zona conocida como “Las Lomas”, zona alta donde reside la burguesía local (políticos, empresarios, burócratas, profesores de la universidad, etc.), sus domicilios subsiguientes parecían haberse ido acercando de una manera escalonada pero decidida hacia la zona llamada “El Tívoli”, en un extraradio caliente crecido más allá de las vías del ferrocarril, donde, como dice nuestro amigo, “está la raza pesada”, la clase obrera y campesina más deprimida y conflictiva socialmente. Para terminar, los últimos rastros, como te he dicho, conducían a un caserío cerca de Comala, donde al parecer vivía la señora del servicio de una de las casas de Manuel en Colima.

La mayoría de las personas que conseguimos entrevistar recordaba a la pareja como gente de pocas palabras, que salían fuera a menudo y que, a veces, faltaban semanas del domicilio. Al menos algo sí que parecía confirmarse: ella se dibujaba cada vez más claramente como una mujer de gran belleza, de tez blanca (algo que los mexicanos difícilmente dejan pasar en una descripción) y que vestía botas de piel de serpiente, sombrero tejano, vestir pantalones vaqueros (“de mezclilla”, como dicen aquí) y conducía uno de esos todoterrenos estilo americano. “Una pinche vieja bragada: una narco, profe”, decía Barreto. Un detalle: aunque ambos se habían ido mudando desde zonas residenciales a otras más deprimidas, nunca pareció bajar el nivel de sus residencias, siempre bien equipadas y muy “europeas” (ya sabes: con parabólica, frigorífico, lavadora, agua caliente, jacuzzi, etc.), incluso la última conocida (abandonada hace ahora más de seis meses), que a pesar de hallarse en una zona donde las viviendas están normalmente hechas con latas, madera y apenas una decente techumbre de palma, era el único edificio de hormigón en muchos metros a la redonda y lucía, desde luego, su paellera parabólica...

De todas las visitas a los domicilios sacamos enseguida una especie de cronología bastante exacta de las mudanzas de la pareja, que inmediatamente contrasté con las visitas de los distintos investigadores que habían buscado a Manuel Solís a lo largo de los tres años de desaparición. Es curioso que ninguno de esos cambios de casa coincidiera en el tiempo con la presencia en la ciudad de un detective haciendo preguntas, y desde luego ninguno de mis entrevistados había intuido razón alguna para que los enamorados, de pronto, estuvieran cargando sus trastos en la “camioneta” para irse a otra parte. Se habían estado mudando prácticamente cada tres meses, habían cambiado de automóvil en más de cuatro ocasiones y casi todos los indicios nos hicieron creer con creciente seguridad que Manuel Solís se había involucrado en el negocio del narcotráfico: que ninguno de los dos tuviera un trabajo conocido, que ambos guardasen ese aire de “fuereños” respetados y que, además, según parecía, se señalaran por su “estética narco”: pantalón vaquero, sombrero texano, cinturón piteado (bordado con hilo de pita), botas de piel de víbora, joyas, teléfonos, todoterrenos, etc. Era, poco a poco, esa la verdad, presente desde un principio, y haciéndose cada vez más real en todas sus consecuencias.

-No, profe. Ahí muere. Con esa raza, ni le averiguas nada y mal haya que también a ti te chingan. Ahí que muera. Le echas tantito verbo a la “family”, le cuentas que acá la vieja era de armas tomar y que según todos los indicios el señor Manuel encontró la desgracia a manos de unos asaltantes... O hasta les cuentas que le entró al negocio pues.... Pero ahí le paramos, profe... Ni modo.

Tenía razón nuestro amigo Octavio. En realidad es una auténtica locura tratar de adentrarse en el mundo de los traficantes, donde la violencia armada hasta los dientes es el pan de cada día, y donde el mínimo mal paso se paga de sobras con la vida. Sin embargo aún me quedaba alguien por entrevistar. El último rastro me llevaba hasta Comala, que como sabes dista de la ciudad de Colima unos seis kilómetros, unidos ya por una rápida autovía, y que es donde empezaron a dar un fruto nuevo mis indagaciones. (Qué lejos, qué otra es la Comala real, de aquella que describió Rulfo, lugar llamado Tuxcacuesco, en Jalisco, como bien recuerdo. Se diría una avenida verde sólo la carretera, custodiada por árboles y más árboles, gigantescos ficus, monumentales parotas, esos ramos de flores gigantes de las primaveras, que van dejando ver, atrás pero copando el paisaje sin piedad, la silueta descomunal del Volcán de Fuego de Colima. El volcán fumando al final de la calle principal que atraviesa Comala, y que sale a la carretera que le va subiendo, serpenteante y perezosa, por las fértiles y verdes faldas).

La señora Leonor vivía en un caserío cerca del pueblo, y habitaba la casa del servicio contigua a una hacienda de veraneo de unos señores que venían por allí de pascua en pascua. Te encantaría el lugar, William, con un instante de realidad detenida en los años de la colonia, tomando un agua de jamaica bajo el fresco soportal que rodea al patio empedrado. Claro que el hogar de la señora no era el palaciego que se les presumía a los “Señores”: paredes percudidas por el humar prehispánico de las cocciones, una estancia que parecía más la prolongación hacia dentro del corral, con un suelo de tierra apelmazada por donde entraban y salían las gallinas, una imagen de la Lupita alumbrada tristemente por una mechita encendida en aceite. La mujer me recibió con las zalemas de su humilde hospitalidad, y se sorprendió de que un pariente español del señor Manuel hubiera llegado hasta su “ranchito” preguntando por él. Me dijo que sí, que ella le había conocido, y le había tratado, pero que había escuchado que le habían matado (¡), que por el rumbo del volcán, que ya hacía algunos meses, pero que no recordaba cuánto tiempo ni dónde lo había escuchado. Que de todos modos este señor andaba metido en problemas serios desde que le dio por subirse a la sierra y andarse con los sinaloenses. Que la señora que estaba con él que la llaman “La Michoacana”, y que es “bien brava”, y que es gente de los Serrano Hernández (del cártel de Sinaloa) y que quién sabe para dónde había de haber quedado el señor Manuel. Yo estaba estupefacto y sin embargo lo mejor estaba por llegar. De pronto, uno de los jóvenes que habían estado cerca, y sin duda atento a la plática, se acercó con una guitarrita. Su madre trató de detenerlo. (“¡Ándele muchacho desvergonzado. No ande molestando a los señores!”), pero el chaval de repente comenzó a cantar este corrido que, aunque está grabado y quedó con mis cosas en casa de Barreto, creo recordar en buena parte. Dice más o menos así:

Salieron desde Colima
con rumbo para Tijuana,
traían las llantas del coche
repletas de mariguana.
Eran el güero Manuel
y su vieja la Michoacana.
Cruzaron por San Clemente,
los paró la migración,
les pidió sus documentos,
les dijo “de dónde son”,
Él era de allá de España
un gallo de corazón.
Una hembra si quiere a un hombre
por él puede dar la vida,
pero hay que tener cuidado
si esa hembra se siente herida.
La traición y el contrabando
son cosas incompartidas.

A Los Ángeles llegaron,
a Hollywood se pasaron
y en un callejón oscuro
las cuatro llantas cambiaron.
Allí entregaron la yerba,
y allí también se la pagaron.
Dice el Güero a la Michoacana
“hoy te das por despedida,
con la parte que te toca
ya puedes rehacer tu vida,
Yo me vuelvo para España
con mis hijos de mi vida”.
Sonaron siete balazos,
su amor a Manuel mataba,
la policía sólo halló
la pistola allí tirada.
Del dinero y de la hembra
nunca más se supo nada.

Lo que aquel muchachito descalzo me cantaba con su guitarra cascada parecía ser la recitación juglaresca de una historia, de un suceso de contrabandistas y, al principio, no me podía creer de verdad que eso tuviera algo que ver “realmente” con la persona que yo buscaba. Muy pronto, sin embargo, llegaría a convencerme de que así era. No sólo eso, amigo William, según he llegado a la conclusión, esta composición constituye (con la otra que verás más adelante) el auténtico rastro y es, a buen seguro, una de las pocas pruebas existentes de las actividades y posterior muerte de Manuel Solís en México (¡no!, en un callejón de Hollywood, ja, nada menos).

Esa misma tarde Octavio me condujo a casa de su amigo Teodoro Romero, un escritor y poeta colimense que en esa época dirigía una revista literaria en la ciudad. Mientras damos cuenta de unas “Pacíficos”, Teodoro estuvo haciéndonos escuchar uno tras otro decenas de corridos sobre traficantes: los conocidos hoy como “narcocorridos” de los que él aseguraba poseer una de las más completas colecciones. (¡Ah, cómo me hubiera gustado grabarte una buena muestra!). La elocuencia casi enciclopédica de este buen amigo, me puso al día en tres párrafos. Me habló de los orígenes juglarescos del corrido, y de una polémica caracterización propiamente mexicana por parentesco con cantos épicos de los aztecas; habló de cómo en muchos casos el corrido había sido ¡y sigue siendo aún! el instrumento de comunicación de sucesos y vivencias para las clases más aisladas y populares del país; habló de la imprenta de Antonio Venegas, quien a finales del XIX imprimiera muchos corridos, a veces acompañados por ilustraciones del célebre Guadalupe Posadas; de la época de su culminación en los años de la Revolución, cuando se conforma como un género popular con características propias; de su decadencia a partir de los años treinta, en que se utilizó para ensalzar políticos y próceres y se hizo artificioso y carente de originalidad y frescura. El origen más directo de los narcorridos, con todo, lo cifraba Teodoro Romero en los “corridos de traficantes”, que empezaron a cantarse a mediados de los años sesenta principalmente en las zonas cercanas a la frontera estadounidense, con temáticas propias de indocumentados y contrabandistas mexicanos. Estos, además, portaban a menudo como santo protector y modelo de vida a Jesús Malverde, “San Malverde” un “bandido bueno” que robaba a los ricos para beneficiar a los pobres en la época del porfiriato y al que hoy, según se dice, se le dedican ostentosos altares en las narcóticas plantaciones. Desde esa época hasta nuestros días, y por sorprendente que nos pueda parecer a nosotros, amigo William, la inmensa mayoría de los corridos compuestos en el país incluyen en su temática el narcotráfico, y muchos de ellos han sido llevados al cine. Lo que a mí me fascinaba (¡me fascina!) de todas maneras, es que los corridos no sólo no han perdido su arcaica función de historia oral y se siguen componiendo por encargo (ja, Teodoro me mostró sonriendo un anuncio clasificado de un periódico de Culiacán, Sinaloa, que ofrece narcocorridos personalizados: uno va a este sitio y lo entrevistan. Ahí cuenta su historia, cuántos muertos lleva en su haber, hazañas, peripecias, de quién es hijo, de dónde es, y listo: su propio narcocorrido por tres mil pesos, algo más de trescientos euros), sino que, además, son el más poderoso resorte de la pujante narcocultura (hay narcopolíticos, narcolimosnas, narcoperiodistas, narcolavados, narcocriptas, etc.) la variopinta y exitosa representación de todos los símbolos que rodean a la figura del narcotraficante, auténtico modelo de triunfo social para cada vez más jóvenes en México, según señalaba, con incipiente preocupación en el gesto, el amigo Teodoro. Una suerte de “historia oral” de los que están al margen de la ley y, por supuesto, la versión antagónica y más desconocida de la historia “oficial”. “En los corridos -concluía- está escrita la historia de los hombres sin historia, de los don nadie, de aquellos cuya existencia, miserable y marginal, no tiene lugar en los libros oficiales. Representan la gloria fugaz y anónima de la palabra cantada, pero son, mi querido profesor, la memoria oral de los pobres de México...

Sin embargo, cuando escuchó el corrido que yo había grabado al joven en Comala, Teodoro se quedó un poco pensativo y frunció el ceño. Se levantó y comenzó a buscar entre las innumerables cintas de cassete ordenadas en una estantería que ocupaba toda una pared. Eran la mayoría grabaciones piratas, muchas de ellas recopilaciones hechas por algún aficionado y con títulos de suficiencia comercial: “Meras de Narcos”, “Corridos Perrones”, “Puras Pesadas”, y con una carátula de papel fotocopiado de difícil lectura. De entre todas sacó una que clavó en el aparato. Por fin la encontró: se llamaba Contrabando y traición de “Los Tigres del Norte”, y contaba las peripecias contrabandistas de una tal “Camelia la Texana”. En efecto, la letra del corrido que yo creía de la muerte de Manuel Solís parecía, tras escuchar la “versión original” no más que un casi elegante plagio de esta conocida composición de los años setenta.

No te apures güey, eso se hace muy seguido. Agarran una y de tanto escucharla ya todo lo cuentan o lo inventan con los mismos sonsonetes..., me advirtió Teodoro. Para él, de todos modos, mi grabación sí podía constituir una prueba, o al menos un indicio bastante seguro, de que esa muerte había ocurrido verdaderamente, aunque quizás no con los mismos detalles del corrido, pero seguramente sí por alguna circunstancia relacionada con la traición y la mujer. Me insistió en que, algunas veces, los jóvenes de las rancherías gustan de imitar a los corridistas y adaptan sucesos a letras conocidas o, directamente, reproducen a su manera una historia escuchada. Él, de todos modos, veía posible una indagación un poco más profunda sobre ese personaje español que pintaba que había estado en “el negocio” en los últimos tiempos y que, además, había sido amante nada menos que de La Michoacana, esa sí, una conocida y mentada traficante de la zona. Prometió investigar por su cuenta y aquella noche prolongamos la conversación hacia las fronteras rosadas de la madrugada, especulando al principio con las circunstancias que habían podido conducir a que, un buen día, alguien como Manuel Solís se hubiera escapado de su realidad convencional para instalarse en el territorio misterioso del mito y, poco a poco, divagando, más y más en dirección al sueño, sobre la pervivencia universal de la cultura oral, la historia no escrita de las civilizaciones, los territorios comunes con la poesía... bah, tú sabes, el sentimiento trágico de la existencia, la consanguinidad con el flamenco...

Cuando desperté estaba en el sofá y sobre la mesa quedaban los restos del naufragio noctámbulo de la charla. Supuse que mis amigos estarían dormidos en las habitaciones y empecé a abrir los ojos en aquella casa. Salvo los sillones y el sofá donde yo había pasado la noche, y que rodeaban a la atestada mesa, el resto de muebles y enseres dormía cubierto bajo una sábana de polvo íntimo y obediente silencio. Se veía que el buen Teodoro apenas vivía allí sus veladas de amistades, músicas y botellas. Alrededor de la silla donde reposaba el radiocaset estaban derramadas todas las cintas que habíamos escuchado la noche antes, y por la ventana entraba la luz fileteada por las polvosas láminas de las persianas. Por fortuna quedaba agua en una jarra. Yo ya estaba pensando en el consuelo de un café cuando apareció Teodoro en la casa con una socarrona sonrisa y con un maletín en la mano, que enseguida dejó sobre un sillón. Entraba de la calle como si hiciera horas que andaba en sus trajines cotidianos.

–¡Profesor, no vas a creer lo que te traigo! y sacó una cinta que hizo sonar en el polvoriento aparato. ¡¡Los Tucanes de Tijuana, profe!! ¡¡Mario Quintero!! ¡Escucha, escucha...! ¡¡El jefe X!!

Las numerosas ocasiones en que Teodoro rebobinó la canción para que yo pudiera escribirla en un papel fueron sin duda importantes para que quedaran en mi memoria algunos rastros de sus estrofas. Pasamos la mañana tratando de averiguar los mensajes evidentes y las “claves” ocultas, las repeticiones de tópicos y las influencias posibles, trazando una trayectoria imaginaria de los pasos de Manuel, intentando dilucidar cómo demonios podía ser posible que un tipo europeo normal, un hombre con posición y familia y éxito, se fuera de su país, abandonara su mundo y, en poco tiempo, llegara a convertirse en un respetado narco con todos sus atributos que, al poco tiempo, cae asesinado por cuestiones “de honor”. El narcocorrido se llama El jefe X y fue compuesto por Mario Quintero de “Los Tucanes de Tijuana”. Recuerdo ahora algunas estrofas, aunque no te puedo asegurar que no estén contaminadas por alguna de aquellas otras escuchadas este día también en innumerables ocasiones...:

Con el sombrero de lado
En una gran camioneta
Siempre lo miran llegar
a los lugares de fiesta,
él es nacido en España
gente que se les respeta.
Lo buscan en todos lados
y él nunca ha estado escondido,
su nombre me lo reservo,
ya sabrán por qué motivo,
le dicen El jefe X
gente con cuernos de chivo.

“El tiempo es buen amigo
sabiéndolo aprovechar,
yo mismo lo comprobé
mi vida cambió total,
sé que ando contra la ley
pero para mí es natural.
Allá en España nací,
me siento muy orgulloso,
hoy me encuentro por aquí
por cuestiones de negocios,
haciendo pacas de a mil
en compañía de mi socio”.

Lo que Teodoro me aseguró, además, es que sus contactos estaban convencidos de que, efectivamente, un español había estado con los sinaloenses que ahora andan por el volcán y que, además, podía ser la persona de la que hablaban algunos corridos. La relación con el recogido en Comala podía ser correcta ya que, al parecer, sí era conocido que un mentado “Jefe X” había andado con la tal Michoacana, así como que este tipo de jugadas (¡la de matar a su amante!) tampoco eran del todo extrañas a la mujer. Mientras volvía a tomar su maletín para sacar una botella de tequila añejo, Teodoro me miró con una sonrisa pillina y me dijo:

Pero lo mejor no es eso, profesor. Lo mejor es que sé cómo contactar ¡a Mario Quintero! ¡Tucanazo, profe ¡Síí!. ¡¡El compa Chava me ha dicho que le conoce y que va a llamarle para ver si le afloja alguna “information” de lo del Jefe X!!

La euforia de mi amigo se veía sin embargo un poco disparada, más por esa súbita e inesperada posibilidad de conocer en persona a su ídolo Mario Quintero, que por la probabilidad real de que el compositor fuera a desvelar ninguna “clave”, ninguna información importante y comprometida que estuviera contenida en sus corridos.

Lo pienso ahora y me parece mentira, William, pero en realidad fue ayer mismo cuando, ya a punto de caer la noche, apareció por aquella casa Chava Velasco, el amigo común de Teodoro y de Mario Quintero. Vino cuando la botella de tequila, salida horas antes de un maletín, ya languidecía entre los refrescos y los limones, y vino, sobre todo, con una proposición demoledora e irrenunciable:

¡Pues he hablado con Mario Quintero, profesores! Y no me la van a creer... ¡¡Nos invita, profes!! ¡¡Nos invita a que vayamos a su fiesta que empieza mañana en su rancho de Sinaloa!! ¡¡Ahí traigo la camioneta!! ¡¡Si salimos temprano estamos para el rumbo al mediodía!! ¡¡Órale pues, profesores, nos vamos al reventónnn!!

Nos dio poco tiempo a dudarlo, y en pocas horas de recoger y organizar cuatro cosas ya estábamos en camino hacia este lugar donde ahora me encuentro, y que debe ser uno de los más impenetrables corazones del narcotráfico en el noroeste de México. El viaje fue tranquilo hasta adentrarnos en la brecha que conduce desde Macurito, al este de Culiacán, hasta el rancho Las Huatabas, lugar de nacimiento de Mario Quintero, donde se celebra la fiesta que ahora oigo resonar en el silencio de la noche serrana, con sus estruendos de música de banda y de vez en cuando las ráfagas de ebriedad de una metralleta, un “cuerno de chivo” como llaman por aquí a las canallamente célebres AK-47. Ya pasando los primeros poblados, los nombres de los ranchos daban cuenta de la principal ocupación de sus habitantes: “Pacas de a Kilo” ostenta uno en el portón. “De la Buena”, se llama otro. Chava nos venía contando por el camino la fama de los habitantes de la zona, los capos famosos surgidos de la región:

–El Güero Palma es de La Noria, aquí nomás a unos kilómetros. Rafael Caro Quintero es de otro poblado vecino: Santiago de los Caballeros. Su tío, Ernesto Fonseca, Don Neto, también es de aquí mero..., protagonistas, además todos ellos, como subrayaba Teodoro, de famosos narcocorridos. De pronto, al salir de una curva, Chava se vio obligado a dar un brusco frenazo para evitar el choque contra un gran tronco de árbol que mutilaba de golpe el camino. A poco más que a sorprendernos nos dio lugar, pues en seguida nos vimos encañonados por varios tipos que habían salido de la maleza cercana.

–“!¿Quíhubolé!? Suave suave mano, vamos ahí nomás a Las Huatabas, con Mario Quintero. Nos está esperando. Somos sus amigos de Colima... trató de tranquilizarlos Chava.

¡Ni madres! ¡¡Bájenle cabrones!! ¡¡Órale bola de pendejos!!, le respondió, le escupió casi, uno de los maleantes golpeándole la mejilla con la punta de su arma.

A partir de ahí recuerdo poco más. Haber bajado del auto y recibir el golpe que me ha hecho esta herida en la sien, debió ser una misma cosa. Me desperté esposado a una reja, con un tipo enfrente que me vigilaba con una pistola, pero que ha tenido a bien dejarme escribirte. Por cierto que, ahora que lo miro, parece dormido bajo su sombrero. Le brillan los oros de una gruesa cadena que le sale por fuera de la camisa (de seda con la imagen de un santo: ¿el mentado San Malverde?), botas picudas de piel de serpiente, un reloj que parece de oro auténtico, sellos de lo mismo y piedras en los dedos. Tiene la pistola al alcance de la mano, descansando en el sofá. Encima de la mesa se ve que ha estado esnifando droga. No tiene de qué preocuparse, en todo caso: suponiendo que lograra liberarme mientras él duerme, tampoco sabría yo llegar muy lejos. Aparte de que, como tú sabes, soy bastante cobarde con las armas. De todos modos, no ha de tener tan mal corazón, ahora que lo pienso, después de prestarme este bolígrafo con el que escribo y prometerme enviarte este escrito por correo; y buen sentido comercial tampoco, ja, al esperar que le diga dónde encontrar mis cosas, pues seguramente no se habrán quedado muy satisfechos con los mil pesos escasos que me han sacado del bolsillo con el pasaporte. Se ha despertado y le he preguntado por mis amigos. Su respuesta me ha helado la sangre:

No se preocupe, güerito. Ya mero vienen por usted. No más se me apura con la “escribidera” y me va diciendo pues dónde le hallo a sus cosas. No me la lleve a mal señor..., pero uno es pobre y ha de andar en este mundo de bandidos desalmados para hacerle a la vida. A más, ¿ya para qué? ¿ni modo que le vayan a hacer falta sus cosas, pues? Al cabo señor, acuérdese que le dejé que escribiera sus últimas “intenciones” y le prometí que echaría sus papeles al correo, eei. Eso sí, güey, nomás antes tengo que tener las cosas conmigo... si no, ¡ni madres!, ¡le doy candela a los pinches papeles! ¡Y ahí que muera..., eei!

Amigo William, creo que estos perros han matado a mis amigos y que pronto me tocará a mí. Como último favor le voy a pedir a este “cuatrero bueno” que los papeles y las casetes que no quiera de mis cosas te los envíe también. A ver si hay suerte y quiere Dios que todo esto llegue a tener algún sentido, al menos algún valor para la familia de Manuel Solís, que por lo menos hallará algo más cerca el consuelo de saberle muerto antes que desaparecido. En cuanto a mí, parece que al final me llevó el absurdo, un suceso que quizás muchos allá mitificarán a su manera. Pero tú sabes como yo, por las tantas veces que lo hemos hablado, que este tipo de accidente no representa para mí un absurdo muy distinto al de matarse, por ejemplo, en tu coche de camino al trabajo. A día de hoy, no me arrepiento de nada y creo haber aprovechado bien la vida que me ha tocado en suerte. Estoy seguro de que tú sabrás mejor que nadie cómo comunicarte con Monique y explicarle lo que aquí te he tratado de contar. Aunque ella sabe que todo lo importante está hace tiempo arreglado, dile sobre todo que la he querido más que a nada, y que me tocó morir de un modo absurdo y violento por tratar de hacer bien mi trabajo. Estoy seguro de que todos sabréis perdonarme... William, oigo una camioneta que se acerca. Tengo que dejar de escribir. Te quiero, gracias por existir. Gracias. Por siempre. +++

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Año y medio después de que el profesor William Rozenblatt encontrara en su buzón este documento, estaba nevando en Toulouse y él se levantó a recoger el correo tras ver, por la ventana casi velada por el intenso frío, que el automóvil amarillo de La Poste se había detenido a dejarle algo. Entre varias cartas, llegaba una postal desnuda que le intrigó primero y que muy pronto le llenó el alma de inquietud. Era sin duda la caligrafía de su antiguo alumno desaparecido en México, visible perfectamente en las líneas en que estaba escrito el destinatario y en la sola y perturbadora frase que le dedicaba: “No te olvido”.

Era del todo imposible leer la fecha del matasellos.

F I N

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